Relatos realizados por los alumnos de los Cursos y Talleres de Escritura Creativa de Universidad Popular de Zaragoza (distritos Centro, Las Fuentes y San José) para TEDxZaragoza 2017 (IN)DEPENDIENTE.
DESARRAIGO
Autor: Fernando Espiau
Conoces bien los árboles y sabes que, si arrancas uno viejo como tú, difícilmente vuelve a arraigar y se seca. Eso te ocurrirá a ti. Tras la muerte de tu Antonia te arrancaron de donde llevabas siete décadas plantado y te trasplantaron a este país donde tus raíces no encuentran asiento.
“Papá, compréndelo: no puedes vivir solo en el pueblo, donde ya no queda nadie. Si te pasara algo no nos lo perdonaríamos.” Para tranquilizar sus conciencias tus hijos te han traído a vivir con ellos a esta maldita ciudad alemana.
Pero aquí estás tan solo como en el pueblo: se van al amanecer y vuelven de noche. Si te quedas en el piso, mal: pones la radio o la tele y no entiendes lo que dicen. Si sales no encuentras con quién hablar. Además llueve y hace frío. Apenas ves el sol.
“Tienes que hacer un esfuerzo por relacionarte”, te dicen. A ti, el andaluz gracioso que siempre animaba las fiestas con su simpatía y sus ocurrencias. Con ese fin te buscaron un club de jubilados, como si pudieras ir allá y ponerte a hablar en alemán. Han sido semanas viendo desde tu rincón cómo otros jugaban extrañas partidas de cartas y se reían con chismes incomprensibles.
Hasta que apareció ella. La viste en el club y se dirigió hacia ti. “Hola, me llamo Carmen y soy gallega”. Comenzasteis a hablar y encontraste en ella un alma gemela con la misma morriña y las mismas necesidades de cariño que tú. Llevaba dos años con su hija y conocía algunas palabras alemanas. Había oído hablar de ti y te buscó.
Desde entonces sois inseparables. Si en invierno os limitabais a veros en el club, la primavera os ha dado alas para recorrer juntos parques y avenidas.
Tus hijos tardaron en percatarse, y les parecía estupendo: “papá ha encontrado compañía”, pero cuando supieron que os ibais a vivir juntos se quedaron petrificados. Carmen encontró un apartamento subvencionado. Lleváis tres semanas juntos y sientes hormiguear tus raíces. Sólo os queda decidir: Lugo o Jaén, o quizá medio año en cada sitio.
EL ABUELO EMILIO
Autora: Ascensión Martinez Huerta
Hace casi un año, que se me hizo en el corazón un nudo cuando te fuiste, y todavía lo tengo, sentí que una parte de mí se había quedado huérfana.
Todo empezó con algunos pequeños despistes que te llevaron a la consulta del especialista, allí te hicieron un test para poder hacer un diagnóstico, recuerdo que una de las preguntas fue: si, la naranja y la pera son frutas, ¿qué son el perro y el gato?, tú sonreíste con cara de pillo, y dijiste: ¡ vaya preguntas que hacen aquí!, son enemigos de toda la vida de Dios, ante semejante ocurrencia, la consulta se llenó de risas, en las preguntas sobre sumas y restas, no fallaste ninguna, no en vano jugabas al guiñote; las otras respuestas, no fueron tan acertadas, la doctora puso el sello a tu mal: “Demencia Senil tipo Alzheimer”.
El diagnóstico nos cayó como losa, suponía la pérdida de tu independencia, que tenías desde pequeño cuando con pocos años tus padres te mandaron a cuidar el ganado, entonces, no era como ahora, que los hijos se independizan pasada la treintena.
La enfermedad siguió su curso, aún tuviste algunos años de independencia que con alguna limitación, podías llevar tu vida, ibas a tomar café y echar la partida, también hacías pequeñas compras, con tu lista y si no te salía el nombre de algún producto, le cambiabas el nombre, así los kiwis pasaron a llamarse “peludos”
Fue pasando el tiempo, y aunque la demencia se llevó los recuerdos, no pudo llevarse los sentimientos, a veces me mirabas intentando reconocerme, y me pedías un beso, yo notaba como tus ojos color verde intenso, como el mar que conociste cuando ya pintabas canas, se llenaban de lágrimas. No reconocías a la esposa, pero recordabas a la novia que fue, llevabas su foto en un bolsillo al lado del corazón, de cuando en cuando la besabas.
Por fin te has liberado de esa “Terrible Dependencia” que te traía de cabeza, en cambio, nosotros siempre dependeremos de tu recuedo para ser felices.
D.E.P. Papá.
UN HOGAR
Autora: Ana Ripoll Camús
A Ziro lo recogieron de la calle dándole un hogar. En poco tiempo olvidó la calle, los golpes, el hambre y la soledad. Ahora, comparte su vida entre el refugio y la residencia de mayores. A veces recibe algún golpe, y su instinto le hace rebelarse, pero rápidamente ve en los ojos de su “provocador” la falta de intención.
En la residencia se pierden en un bosque de piernas, muletas, bastones y sillas de ruedas. Los distribuyen en grupos, de tres o cuatro ancianos con un monitor al frente, para ir conociéndose. Los acarician, los cepillan, les lanzan la pelota y les dan chuches, y ellos responden amablemente a sus juegos.
Desde el primer día se fijó en la anciana que, en silla de ruedas, quedaba alejada del grupo y, claro, de sus juegos. Ziro intentaba continuamente acercarse a ella pero siempre había alguien que de un pescozón lo devolvía al grupo.
Insistía reiteradamente aunque lo pillasen. Le parecía raro que no quisiera jugar con ellos. Una tarde la suerte estuvo de su lado y, como no era un perro “guapo” ni muy simpático, logró zafarse del grupo y llegar hasta la anciana. Ella ni se inmutó, como si no lo viera. Él permaneció frente a ella, y poco a poco se fue acercando. Ya a su lado lamió la mano que colgaba de la silla. La anciana sonrió. Se acercó más, hasta colocar su cabeza bajo la mano. Sí, era un poco incómodo pero la anciana comenzó a acariciarle y eso le compensó.
El monitor descubrió la fuga de Ziro y decidido fue a por él, por el camino lo detuvo una de las cuidadoras al ver que Julia sonreía. Era la primera vez que sonreía desde que había ingresado hacía casi un año.
Todas las tardes Ziro busca a Julia. No solo ha conseguido que sonría sino que lo tenga a su regazo. Lo acaricia, lo cepilla, le da chuches y le dice cosas que solo él entiende.
Julia sonríe y disfruta con Ziro. Casi se podría decir, que, al menos en esos instantes, es feliz.
EL BEBÉ
Autor: Víctor M. Muñoz
Ahí estaba yo, en medio del salón, encima de una mantita de colorines. Gateaba mientras golpeaba un cubo de felpa con dibujos en cada una de sus caras. De vez en cuando emitía unos incipientes sonidos guturales que hacían reír a los que me rodeaban. Yo me contagiaba de su alegría y reía con más fuerza, mientras mis pequeñas manitas aplaudían con fervor.
Todos miraban mis mejillas sonrosadas, mi pelo rubio y rizado, mis grandes ojos entre verdes y azules, y me decían palabras cariñosas mientras yo trataba de lanzarles el cubo para que me lo devolvieran.
Era como un perrito pequeño, indefenso y dependiente. Pero todos procuraban atenderme a la menor necesidad que tuviera. Si me dolía algo y me ponía a llorar me cogían tiernamente entre sus brazos y me acunaban. Si tenía hambre mis abuelos enseguida preparaban un biberón de leche templada, me lo acercaban a la boca y yo succionaba con fruición y avidez. Si tenía sueño me echaban en mi cunita, se quedaban a mi lado y me cantaban, a media voz, dulces y suaves melodías.
Y de vez en cuando, si escuchaban un continuo y penetrante lloriqueo, acercaban su nariz a mi culito, hacían gestos extraños moviendo de lado a lado una mano delante de su nariz y se apresuraban a colocarme sobre una mesita de plástico. Me quitaban el pañal, y con una esponja húmeda y tibia limpiaban mi culito sonrosado. Alguna vez hasta me ponían una crema refrescante que calmaba mi ocasional picazón.
— ¿De quién es este “culete”? Me decía mi madre mientras me daba unos sonoros besos en mis infantiles nalgas.
Yo respondía con risas y grititos de alegría. Mi madre satisfecha por el resultado volvía a hacerlo tres o cuatro veces más. Mientras mi padre esperaba paciente con un nuevo pañal en la mano, intentando ayudar en lo posible en tan gloriosa tarea, y me decía:
— ¡Míralo, qué feliz vive! Tan niño, tan gracioso, y tan dependiente de cuidados.
¿Pero quién es más dependiente? ¿No serán ellos los esclavos, pendientes de todos mis caprichos, y yo un pequeño tirano liberado?
DONDE MI INDEPENDENCIA
Autor: Agustín Redondo Ainsa
Decidir sobre mi vida, siempre era un dilema y ejercicio de superación constante. Llegar a plantearme mi vuelo del nido podía ser una necesidad. También un reto conmigo mismo. Tal decisión resultaría un golpe a las expectativas y al proyecto de vida que mis progenitores me habían dibujado, no sólo en su/mi presente, también para su/mi futuro.
Mi mente daba vueltas. Conjugaba situaciones reales y posibles. Tenía que tomar una decisión. De esa noche no pasaba. Mis padres lo entenderían, en caso de que al final decidiera romper con la arcaica tradición de que el mayor y varón debe quedarse en casa para mantener nuestra hacienda e historia.
¿Independizarme, liberarme de aquel yugo y buscar sueños fuera de aquel entorno social oprimente, que no opresor? Debía exponerlo aquella noche.
La primavera llegaría pronto y las faenas agrícolas y ganaderas llenarían nuestra casa de actividad. Mis hermanos, pequeños los dos, terminarían pronto el instituto. Yo debería subir el ganado vacuno al puerto de frescas y tiernas hierbas. El rebaño lanar sacarlo todas las mañanas y, además, segar la hierba del llano. Todo me fluía y se enmarañaba en mí subconsciente.
Mi padre, laborioso pero actual. De iniciativas primarias. Abierto en planteamientos que devenían de los cambios sociales. Nunca imponía su autoridad en contra de la razón. Era reflexivo, dialogante. Esto nos lo había inculcado a todos en casa.
Mi madre, arremangada en quehaceres de casa y amante su prole. Tenía los defectos de mujer de aquellos tiempos. Su opinión, condicionada a la del hombre de la casa. Su independencia dependía de leyes consuetudinarias del entorno.
En la comida me sentía nervioso. Algo que no pasó desapercibido para mi madre, la cual, en varias ocasiones me preguntó por mi silencio y mi esquiva mirada. Su eterna pregunta de si está mala la comida, si estás desganado, hacía que me bajara el apetito.
Llegó la noche sin luna llena y con negros nubarrones. La oscuridad invitaba a recogimiento y perseverancia. Cena de sopas de ajo y huevos fritos con longaniza. Pronto a la cama. A soñar con otra independencia.
MI RUTINA
Autora: Marina Gracia
Mi vida debe ser rutina. Mi rutina debe ser mi pastillero. Y yo me pregunto si según este axioma mi vida debe ser mi medicación. Nadie me lo contesta claro, pero estoy convencido. Creo, porque estoy un poco confundido.
Necesito una o varias pastillas para que no me duelan las que me voy a tomar, otras para activarme cuando me levanto, otras para el dolor, otras para relajar los músculos, y finalmente, tras otras puntuales, las que me ayudan a dormir. Así día tras día y, en teoría, con esto mi cuerpo y mi mente funcionan bien.
Yo no les discuto a estas eminencias que por algo lo son y, cuando se interesan por mi estado yo les contesto que voy bien. Prefiero mentir, porque en otras ocasiones que les he dicho que me encontraba peor lo han solucionado con más pastillas. Estoy harto y, despistado. Ya no sé si es de día o de noche; si cuando duermo todos lo hacen o si tengo más ganas de pasear y de salir cuando los portones están cerrados. Si me duele el cuerpo o el alma al dormir o al respirar. Entonces me tomo otro comprimido, el que sea. No me importa. El orden de los factores no altera el producto. Eso me lo aprendí muy bien en el cole. Qué más da. El resultado es el mismo, ¿o no?
No me puedo mover. No es rigidez, noto mi cuerpo pero no responde. Es algo más fuerte que yo. Quizá han venido a buscarme, a veces veo luces y oigo voces dulces y cariñosas. No sé si lo sueño o no, pero las recuerdo porque no son las de todos los días, son mucho más reconfortantes que las de las batas blancas. Me hacen sentir especial, único…y eso, me gusta. No tenía que haber pensado en ellas, acaba de entrar una. Me siento mal, me falta el aire. Sin ganas le sonrió, a ver si así da la vuelta y se va. Error. “No pasa nada” quiero decirle, pero no me sale.
Noto un pinchazo. Me mareo… ha roto mi rutina.
EL SUEÑO DE LUCAS
Autora: Coral González Vázquez
Lucas es un niño como otro cualquiera, que vive en una ciudad de cualquier país. Está convencido de que algún día alcanzará las metas que se ha propuesto, y en ello pone su empeño.
Algunas noches sueña que surca los cielos y desciende colgado de un paracaídas de colores. En su vuelo se encuentra con grandes pájaros revestidos de hermosos plumajes que lo observan con indiferencia, mientras se preguntan: ¿quién es ese bicho tan extraño que osa invadir su espacio? También con pequeñas aves que trazan piruetas a su alrededor y con el roce de sus alas acarician su rostro.
Desde lo alto contempla las montañas: grandes cordilleras con picos cubiertos de nieve. Entre ellas se abren valles de grandes bosques y prados. Ve pueblos de bonitas casas y habitantes diminutos, casi tanto como los animalitos que pastan en los prados. Le provoca risa su forma de caminar, tan parecida a las marionetas que había visto con sus padres el día del accidente.
Cuando su madre lo despierta para darle el desayuno, antes de que vengan a buscarlo para su sesión diaria de ejercicios, enfadado, le dice: “mamá, ¿por qué siempre me despiertas antes de que consiga aterrizar?”.
Hace tres años que las piernas de Lucas se paralizaron, pero él no tuvo miedo cuando los médicos le dijeron que probablemente no volvería a caminar. Pensó que no sería tan malo pasear en una silla, ya que iría sobre ruedas, y llegaría antes para jugar con sus amigos. No le gustaba el deporte y en el colegio su nota más alta en gimnasia siempre había sido un suficiente bajo.
Cada noche al acostarse inicia su ritual: coloca debajo de la almohada de su cama el imán con el que atrae los sueños. Se lo dio su rehabilitador, el día que notó en la espalda la presión de sus dedos. Fue como si una corriente eléctrica impulsara movimiento a sus piernas.
Esta mañana cuando su madre le ha despertado, tenía una suave sonrisa en su rostro, había alcanzado la cima de la montaña y yacía tendido sobre un mullido lecho de hierba.
EL CHOCOLATE
Autor: Pécaro
Siempre que abría la nevera veía la tableta. Nunca me llamaba la atención. Sin embargo, un día que no me encontraba saciado después de la comida, se me ocurrió probarlo. No me dejó mal gusto. Al día siguiente repetí. Sin darme cuenta fui repitiendo y repitiendo hasta que no podía pasar una comida sin dirigirme al frigorífico. Si no lo hacía me sentía inquieto, nervioso, me faltaba el remate del banquete. Por dulce que fuese el postre, necesitaba culminar el acto de la comida saboreando el dulzón amargo del chocolate.
Me pasaba lo mismo si estaba fuera de casa y comía en un hotel. En una ocasión, después de una buena y copiosa comida, tuve que buscar un supermercado y entrar a comprarme una pastilla. Por la calle, con el mayor disimulo, rompí una porción dentro del bolsillo y me la lleve a la boca. No estaba tranquilo. Lo necesitaba. Fue el día y el momento en que tomé conciencia de que el dichoso e inofensivo chocolate me estaba creando una dependencia. Bueno era que en casa me diera por abrir la puerta del frigorífico, pero, ¿estando de viaje, llegar a comprarlo? Tenía que planteármelo. Algo fallaba, ¿cómo un alimento tan normal e insignificante podía dominar mi voluntad hasta ese modo? Aquel sabor me tenía atrapado. No consentiría que una nimiedad tan infantil tambaleara mi libertad. Porque estaba eso en juego, mi libertad. ¡Si supiesen de mi absurda debilidad! Me veía ridiculizado por los demás. ¡Cómo podía consentirlo! Si por lo menos fuese por una pasión más fuerte.
Saqué de mi bolsillo el resto de la pastilla y me deshice de ella en la primera papelera. No habría más chocolate. Tenía que vencer aquella ridícula tentación.
Afortunadamente, no he vuelto a probar el chocolate y me he propuesto estar muy atento para corregir a tiempo cualquier desvío. La tontería más inocua nos puede crear una dependencia. Bastantes dependencias nos echará encima la vida, y nos veremos obligados a aceptarlas.
SALOMÓN
Autora: Teresa Ramón Aznar
Me dijo mi padre que mi nombre lo decidieron mi madre y él en el momento en que me vieron, mi carita y mis gestos se lo hicieron saber porque yo así se lo transmití: ¡Salomón! Siempre estaba sonriendo e imitaba los gestos de sus caras. A todos les entusiasmaba hacerme gracietas, yo les imitaba portentosamente.
Cuando era pequeño íbamos al pueblo de mi abuelo y me encantaba estar con las ovejas y las cabras, se arremolinaban a mi alrededor mirándome y contándome cómo se sentían unas y otras, era un poco lioso porque todas me hablaban a la vez.
No paraban de mover sus bocas y sus labios y yo interpretaba simultáneamente lo que me querían contar. Era fantástico e impulsó muchísimo mi creatividad. Estos diálogos los escribía y cuando los he releído ya adulto he sentido el impulso de publicarlos, quizá lo haga.
Aprendí a hablar pronto, aunque me costó un poco acostumbrarme a regular el tono de voz a no ser que me enfadara, ahí debía gritar así que se me pasaba enseguida viendo las caras atónitas de los que me rodeaban, tenía que esforzarme para no reirme. Algunos creen que todos los sordos somos mudos.
Me molesta que no me toquen para captar mi atención, mirarles los labios y poder enterarme de lo que hablan, con el lenguaje de signos en el cole bien porque todos lo conocían, pero fuera… Aunque yo sea muy hábil, tengo que ser avisado. Leo mucho y me interesa absolutamente todo : Revistas, tebeos, poesía, novela, ensayo… Y el cine en versión original ¡Ja!. (subtitulado).
Ya he hecho un par de viajes solo y le he cogido el gusto, disfruto muchísimo de la gente maja y las maravillas que hay en tantos lugares. He hecho bellas artes y fotografía, he ganado algún premio y ya tengo trabajo en lo que más me gusta: diseño carteles e ilustro cuentos. Estoy enamorado y ahora mismo soy feliz.
DEPENDENCIA-INDEPENDENCIA
Autora: Marisa Lahoz
En el momento de nacer el ser humano, es dependiente de todas sus necesidades por ser incapaz de sobrevivir sin el cuidado de los padres. En este momento, tan solo necesita comer, dormir, ser aseado y mucho amor.
En el transcurso de la evolución, necesita unos principios para aprender a discernir que, indudablemente le serán otorgados a través de una educación todo lo selectiva a la que pueda tener acceso y siempre dependerá de su instructor. Pero hay que seguir completando la evolución y para ello necesita estar rodeado de otras personas igual a él, que sean afines a sus principios a sus propias exigencias, y pondrá interés en conseguirlo.
Se van añadiendo valores a una existencia cada vez más dependiente de todo aquello que le rodea y desea conseguir y necesita estar relacionado con el resto del mundo que es el que lo tiene que proteger, exprimir y moldearlo a las necesidades actuales del entorno global. Quiere luchar más y más por su independencia, y, cuanta más consigue se da cuenta de que nada depende de él. A veces hace lo que debe, otras lo que le ordenan, otras lo que le dicta su conciencia. La vida le va exigiendo cada día un poco más, sin tener en cuenta su evolución ni sus principios que a veces, quedan desparramados por el camino y, otras, atrapados en una inteligencia superdotada que no puede aprovechar, por encontrarse en una silla de ruedas y sin memoria, en una residencia que nuevamente lo integrará en una dependencia tan integral como el día de su nacimiento.